Comentario
El proyecto democrático presente en las formulaciones del pronunciamiento cívico-militar se iba a enfrentar con un conjunto de trabas estructurales difícilmente superables. De la posibilidad de transformar esas estructuras dependería la consolidación del proyecto en una realidad durable, estable y eficaz.
En primer lugar es preciso hacer hincapié en cuestiones políticas. El proyecto democrático traería consigo una ampliación considerable de la oferta política y la necesidad de que el conjunto social crease unas pautas organizativas y encauzadoras de sus demandas. En suma, un mercado político más complejo que iba a encontrar en su raíz la ausencia o escasa proliferación de una cultura política, sobre todo después de más de veinte años de moderantismo. El sistema político del moderantismo había edificado un mercado político sumamente restringido, en el que se hacían evidentes las diferencias entre el país formal y el país real. El principio de la igualdad de los ciudadanos ante la ley no había tenido su correspondencia en el plano político. Quedó definido un sistema escasamente participativo, reservado a las elites del dinero y del poder, un fragmento de las cuales procedían directamente de la sociedad estamental. Desde arriba quedaron cerradas las espitas a cualquier evolución democrática del sistema. La experiencia del Trienio y la acción popular de los años treinta, tendentes a identificar liberalismo y pueblo, hizo que las elites del poder y del dinero buscaran una fórmula excluyente y pactada entre ellas que evitara toda desviación popular y democrática. Así, el doctrinarismo se convirtió en la expresión política de unas oligarquías.
La oligarquización del poder se realizó en un doble sentido: en el de la participación electoral y en el control de cualquier desviación procedente de la ciudadanía. La estructuración político-administrativa del Estado moderado actuó de andamiaje de la práctica política. Por debajo, el caciquismo antropológico hizo el resto, en una sociedad española de innegables componentes agrarios a mediados del siglo XIX. En este aspecto, el caciquismo no fue un invento de Cánovas del Castillo en tiempos de la Restauración, desde 1876; sí lo fue su realización y sistematización para cumplir unos fines electorales y políticos. De una manera más inarticulada, el caciquismo actuó convenientemente en tiempos del moderantismo. Este abusó de lo que, gráficamente, José Mª Jover Zamora ha denominado la práctica de la suplantación.
El nuevo proyecto democrático de 1868 se encontraba, pues, ante la tarea de implantar un modelo político de nuevo cuño, no practicado anteriormente, apenas teorizado y desconocido para las nuevas elites políticas que iban a tomar el poder. Su consolidación dependería de la capacidad para articular una sociedad civil que expresara con eficacia sus demandas sociales, de un cuerpo intermedio que, también de manera eficaz, supiera trasladar y elaborar esas demandas, y de unas elites políticas dotadas de movilidad, eficacia y capacidad de atenerse a las demandas de la sociedad civil, cuya expresión última, en versión masculina, sería el sufragio universal. Sería necesario que las prácticas de gobierno se atuvieran a los resultados obtenidos en las consultas electorales.
Otra traba estructural residía en la propia composición de la sociedad española de aquel momento. Tengamos en cuenta que la revolución liberal había operado más en el plano jurídico que en la realidad, en el plano político-legal que en las transformaciones sociales. En gran medida, a mediados del siglo XIX el Antiguo Régimen y la nueva situación liberal siguen dialogando y debatiendo entre sí, intercomunicándose realidades de todo tipo. No es que el Antiguo Régimen sobreviviese sin más, sino que muchos de sus postulados y realidades se incrustaron en la formación del Estado y de la sociedad liberales. De esta forma, el liberalismo se definió a sí mismo como el producto político de las clases medias. El problema radicaba en que, en la España de los años sesenta, ese fragmento de la sociedad era francamente minoritario. Si tenemos en cuenta los datos procedentes de los censos electorales censitarios, cabe situar el cómputo total de las clases medias entre un 3 y un 5 por ciento del conjunto social español, cifra poco consistente en una sociedad en la que primaba, sobre todo, la bipolarización. Entre las elites del dinero y los sectores populares en sus diversas versiones apenas existía un colchón amortiguador; es decir, las capas o clases medias. En 1868, por tanto, se iba a edificar un proyecto democrático sin apenas concurso de las clases medias.
Esa bipolarización social tenía su concreción económica en el reparto de la renta a la altura de los años sesenta. La renta se distribuía de manera muy desigual, favoreciendo de forma mayoritaria a un reducido número de familias. De ahí que los contrastes sociales fueran muy significativos y existiera una tendencia, abiertas las espitas de la libertad, a incrementar las tensiones sociales derivadas de una situación tan injusta. Cualquier proyecto democrático estaría, pues, sujeto a convulsiones en cuyo basamento residía el enfrentamiento por un reparto más equitativo de la renta.
El nuevo proyecto democrático se había extendido a los sectores populares, a lo que en los años treinta había sido el pueblo liberal, cuyo concurso fue necesario en el momento del enfrentamiento con los carlistas, o, en general, para superar las resistencias políticas de los partidarios del Antiguo Régimen. Esas capas populares iban a concursar en el plano político con unos niveles de preparación política escasos. Si queremos, con un grado de cultura política muy reducido. La mejor expresión de la situación nos la dan las elevadas tasas de analfabetismo imperantes en aquel entonces. Resulta indudable que los índices de analfabetismo son un excelente y reconocido indicador cultural de un país, además de reflejar la eficacia y extensión de los sistemas de escolarización y educativos en general, que se sitúan en la raíz de los procesos de movilidad social.
Para la España del siglo XIX estamos ante uno de los elementos clave que mediatiza las posibilidades de movilidad social, presenta los límites de la sociedad abierta y actúa de dique a cualquier modernización. Hasta entonces era palpable el fracaso del Estado liberal en la construcción de un sistema escolar eficiente y operativo. En este aspecto el siglo XIX contempla una dualidad entre teoría y práctica: el desajuste entre los textos legales bien planteados y la realidad educativa de su concreción práctica.
El texto clave para la organización del sistema educativo durante buena parte de la segunda mitad del siglo fue la Ley de Instrucción Pública, de 9 de septiembre de 1857, conocida como la Ley Moyano. Más que un texto renovador, consistió en la sistematización de todo el cuerpo legal anterior. Consagraba el principio centralizador en la enseñanza pública y el intervencionista del Estado en la enseñanza privada, todo ello mediatizado por las concesiones, en materia educativa, en el Concordato de 1851 con la Santa Sede. Continuó dividiendo el sistema educativo en los tres niveles anteriores, y estableció para la enseñanza primaria un escrupuloso diseño de escuelas por todo el país con criterios de gratuidad y obligatoriedad que, en términos teóricos, habría supuesto la escolarización global. Pero el sistema de financiación propuesto ponía en evidencia su operatividad. En efecto, la financiación recaería sobre unos ayuntamientos con graves problemas hacendísticos, agravado por los efectos de la desamortización de Madoz, que recortaba sus recursos.
Un Estado igualmente escaso de recursos demostró su falta de voluntad política para asegurar la demanda social de escolarización. El Estado dedicó el grueso de sus esfuerzos a la enseñanza superior bajo el régimen de monopolio, con una acción meramente subsidiaria con respecto a la enseñanza primaria. Así, los presupuestos del Estado aportaban poco más del 1 por ciento a la financiación de la enseñanza primaria. Tampoco los ayuntamientos pudieron cubrir la totalidad de la financiación necesaria. A la altura de 1860 los datos del Anuario Estadístico ponen de relieve la estructura de financiación en la enseñanza primaria: 87,6% de los ayuntamientos; 9,34% de las familias, y cerca del 2% procedía de fundaciones piadosas.
En 1857 existía un 75% de analfabetos, cifra corroborada por el censo de 1860. Si tenemos en cuenta que el de 1877 sitúa la tasa de analfabetismo en el 72%, habrá que reconocer que en esta materia los avances habidos durante el Sexenio democrático fueron de escasa entidad. Otra lectura nos lleva a las dificultades a las que estamos haciendo alusión: el nuevo proyecto democrático, nacido en 1868, iba a operar sobre una sociedad carcomida por el analfabetismo.
Más allá de las diferencias por sexos, grupos sociales o ámbitos geográficos, la realidad española manifestaba un acusado déficit educativo. Grave consecuencia de ello en el devenir del Estado liberal había sido el hecho de que la posibilidad del ascenso social, a través del talento y el mérito propios, fuese descartada en la práctica. La mejor o peor fortuna en el nacimiento de un ciudadano liberal seguía siendo la clave principal de su futuro.
El nuevo proyecto democrático debía tener en cuenta otra realidad determinante: el escaso nivel de urbanización de la sociedad española. Es sabido que el crecimiento urbano del siglo XIX está intrínsecamente asociado y auspiciado por el conjunto de transformaciones que impuso el nuevo régimen liberal. El aumento de la urbanización fue la divisa de países como Inglaterra, y en general de los espacios correspondientes a la fachada noroccidental atlántica. En cambio, en la Europa mediterránea, y por tanto en España, el crecimiento de las ciudades fue más limitado. En el censo español de 1860 el sector primario continuaba absorbiendo al 63% de la población, frente al 13% del secundario y el 24% del terciario. Este último, claramente hipertrofiado por la enorme extensión del servicio doméstico.
En España habrá que esperar al gozne de los siglos XIX y XX para que se produzca el definitivo despegue urbano. Así, la construcción del sistema liberal tuvo que acoplarse a una sociedad mayoritariamente rural, donde lo urbano sentaba calidad pero no cantidad, lo que, a la larga, hizo depender el funcionamiento del frágil entramado liberal en las relaciones personales, de subordinación y dependencia, propias del mundo rural. La revolución liberal fue un fenómeno fundamentalmente urbano, se elaboró y se consolidó en las ciudades, pero tuvo que reproducirse en el campo a base de estas prácticas tradicionales y clientelares.
Desde mediados de siglo la población urbana española se incrementó a un ritmo superior al de la población total, pero a un compás inferior al europeo occidental. En 1860 sólo el 11% de la población residía en las capitales de provincia. Resultaba, pues, evidente la supremacía del mundo rural, tanto en términos económicos, por su aportación a la renta global del país, como en términos políticos y sociales, dada la importancia de las tradicionales relaciones sociales imperantes en el campo y que podemos denominar de caciquismo antropológico, en el caso español en relación directa con la estructura de la propiedad en el agro. Síntoma del antes comentado reparto desigual de la renta a escala nacional y sempiterno motivo de tensiones y conflictos sociales, la nueva democracia debería enfrentarse a esta cuestión. Seguramente en un primer momento utilizaría las pautas de ese caciquismo antropológico, en un intento de articularlo políticamente, pero a la larga su vocación residía en convertir a los campesinos en verdaderos ciudadanos democráticos. Y en esta cuestión se interponían las estructuras de propiedad, o lo que fue percibido entre la población campesina como el hambre de tierras. Una estructura de la propiedad que había sufrido pocas alteraciones con las desamortizaciones. Los antiguos propietarios continuaron siéndolo, y, en algunos casos, llegaron a aumentar sus posesiones, acompañados de los nuevos propietarios de raíz burguesa, principales beneficiarios de las medidas desamortizadoras.